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Cobro por lo que sé



Es tiempo de madurez y debemos apreciar más los conocimientos que poseemos, sentirnos satisfechos de esos aportes realizados desinteresadamente, y pensar en recoger los frutos tangibles que son el resultado de una vida dedicada al desprendimiento cultural.
Me decidí a darle más importancia al trabajo que realizo, con mucho amor y pasión. Ese trabajo de hace 46 años y pico que elegí sin darme cuenta. Perdón, son dos trabajos, que más que trabajos, son dos hobbies y de eso vivo: enseñar a bailar y la corrección de estilo.
Ambas pasiones fueron producto de dos vergüenzas que pasé en mi adolescencia. La primera fue, como expreso en la introducción de mi libro Gazapos con humor, cuando mi padre me pidió que chequeara en el reverso de una quiniela la fecha de caducidad y leí en voz alta: “Cáduca el día”. No quiero acordarme de esa tarde. Fue una vergüenza grandísima, porque no conocía esa palabra y si mal no recuerdo estaba en mayúscula (en ese tiempo las mayúsculas no se acentuaban). Mi padre, con una capacidad de criticidad increíble, me echó en cara que cómo era posible que estando en sexto de primaria no supiera pronunciar esa palabra. Y hasta ahí llegó mi ignorancia. De ahí en adelante, cargaba un diccionario “debajo del brazo”, para conocer las palabras de difícil ortografía y las que no supiera su significado. Soy correctora empírica y nunca me arrepentiré.
La otra vergüenza fue estando en un bautizo, frente a mi casa en Villa Juana, cuando Matilde Montalvo, una vecina nuestra, le dijo a mi hermana Milagros: “Pero enseña a tu hermana a bailar”. Esa me marcó mucho más, porque me pasé casi un año escuchando un programa, cuyo contenido era merengues con güira, tambora y acordeón, en La Voz del Trópico a las 5:00 de la tarde. No se imaginan. Cada vez que terminaba un merengue era el mismo final: “¡taratantan, tan tan!”
A partir de ahí me hice experta, tan experta que me integré al grupo folklórico del colegio Santa Clara, de ahí bailé en los “XII Juegos” y luego 27 años en el Ballet UASD. Entonces, ¿ustedes consideran que es un pecado cobrar por dos trabajos que hago, que sé, que disfruto y de los que me he hecho especialista?  
                           
Imagínense enseñarles a bailar a personas que no saben distinguir un merengue de una salsa, a otros que tienen dificultades auditivas, padres que nos traen a sus hijos engañados y estos nos cortan los ojos, culpándonos porque los obligaron a asistir a nuestra escuela. Entre otros temas que tomamos en cuenta, están lo que en psicología son las transferencias del aprendizaje, que se dividen en positiva y negativa, esta última se refleja cuando una técnica anterior ha interferido en la adquisición de la segunda técnica; por ejemplo, cuando la joven tiene la técnica del ballet clásico. Además le hablamos del Insight, cuando el individuo no puede hacer algunos movimientos y le decimos que en el momento menos esperado tendrán un reencuentro consigo mismo y captarán la solución de la dificultad. Somos “ortopedas”, “terapeutas sexuales”, “psicólogas intuitivas”, y lo más importante, una familia que valora la familia.
Entonces, ¿ha valido la pena que más de tres mil personas hayan tomado clases en nuestra escuela, haciendo una inversión para toda la vida en tiempo y dinero? Pues sí, ha valido la pena, porque los resultados se ven poco a poco, reflejándose en los estudios académicos, en la relación de pareja, en su vida laboral y en las relaciones sociales. Ese “producto”, ese resultado lo observo de una vez.  Esos saludos, con una sonrisa de agradecimiento nos embriaga el alma. Es sentirnos satisfechas por verlos realizados.
Son personas conocidas las que asisten a las clases de baile, o llegan por referencia. Todavía no se han presentado enemigos, porque ellos me admiran, pero en secreto. Los amigos, que tengo muchísimos, difícilmente inviertan en la escuela, porque debo impartírselas gratis, ya que no es una necesidad ni una obligación, ni llenarán un cometido, creen ellos. Lo primero que dicen es que el bailar no es una prioridad. Aclaro que existen excepciones, porque he tenido personas conscientes y que valoran nuestro trabajo. A esas personas les duele invertir, expresan que si son tres adolescentes debo hacerle una rebaja, que debo aprender a ser comerciante. Les contesto que actúo como los médicos, cada paciente o cliente tiene dificultades diferentes, que no son ollas ni objetos industrializados, ni  3 x 1. Nuestros participantes son seres humanos que necesitan atención personalizada, llegan inhibidos, con problemas emocionales y debemos tener empatía en el trato. Así como existe la sanación física, espiritual y emocional, también existe la sanación rítmica y ese esfuerzo humano lo hacemos en la escuela. Trabajar el ser humano es un trabajo humano.

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Xiomarita Pérez
Columna Folcloreando 
Publicada en Listín Diario el 19 y 26 de noviembre, 2014



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